Ese 5 de agosto de 1962 debía ser domingo, o fiesta de guardar, porque yo estaba con mi familia en el cine, un cine de barrio muy casero en el que prácticamente nos conocíamos todos, cuando, en el descanso, entró en la sala un muchacho bastante popular por pertenecer al vecindario, voceando a grito pelado: ¡Marilyn Monroe se ha muerto!
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